Elisa y sus hermanos estaban vaciando la casa de sus padres ya fallecidos para ponerla a la venta. Desde que murió el padre hace tres meses no habían logrado acordar cómo ni cuándo desalojar esa casa en la que crecieron con tantos recuerdos. Tanto a Elisa como a sus hermanos les costaba entrar a esa casa y encontrar tantos objetos que les traerían tantos recuerdos.
Al llegar al pórtico de entrada, mientras esperaba que su hermana Ema abriera la puerta, Elisa miró hacia la galería junto a la ventana e inmediatamente recordó la silla mecedora color oro. Una película corrió por su mente con todas las enseñanzas que tuvo sentada en esa silla en esa misma galería. Su hermana tardaba en encontrar la manera de girar esa llave para destrabar la puerta, y el tiempo le pareció una eternidad. No podía esperar más para entrar y tratar de encontrar esa mecedora color oro, temía que sus padres la hubieran tirado a la basura o que alguien se la hubiese llevado.
Finalmente, entraron a la casa y, sin mediar palabras con sus hermanos, Elisa comenzó a recorrer la casa en busca de la silla. Ellos la observaban con asombro y se preguntaban que buscaba con tanta desesperación.
– ¡La silla, la silla mecedora color oro! Exclamó con una cierta vehemencia y un aire de urgencia.
Al percibir la angustia de Elisa, inmediatamente sus hermanos recordaron la silla mecedora color oro, y le preguntaban la razón de su afán por encontrarla. Antes que ella contestara algo, su hermano mayor comenzó a evocar historias con la silla mecedora en la galería de la casa, y todos se detuvieron a escucharlo. Los envolvieron hermosos recuerdos y, también, algunas tristes experiencias. De pronto, los cuatro hermanos se encontraron sentados en los sillones de la sala contando anécdotas con la silla mecedora color oro. Ciertamente había hermosas historias de todos ellos, y también historietas que Elisa desconocía, todos ellos parecían contar libremente sus vivencias, incluyendo algunos tristes desamores. Pero Elisa, solo compartió algunas vivencias junto a ellos en esa mecedora cuando se turnaban para hamacarse, o cuando simulaban quedarse dormidos para alargar el turno de uso.
Las historias de Elisa en la silla mecedora quedaban en ella y en su recuerdo. No podía contarles a sus hermanos sobre las tardes en las que esperaba largas horas que el señor de la barba blanca pasara por su casa para compartir algunas palabras que siempre eran un bálsamo para su corazón. Tampoco ellos entenderían que, ante las peleas a gritos de sus padres, el terror se apoderaba de todos ellos, y ella se escapaba a la silla mecedora a llorar y esperar los consuelos del señor de la barba blanca. La acusarían de mentirosa al enterarse que, en realidad, se columpiaba en la silla mecedora en las siestas de invierno, esperando el paso de él para saludarse y compartir los vaivenes de sus días. Mientras ellos seguían contando historias de la silla, de cuantas veces la pintaron de distintos colores, de las veces que la desarmaron y lo volvieron a armar; Elisa seguía recordando sus propias vivencias en la silla mecedora color oro.
Comenzó a recordar que el señor de la barba blanca se apoyaba en la baranda que separaba la galería del jardín, y que ella siempre se quedaba en la silla meciéndome mientras le contaba historias de princesas que no eran tales pero que se convencían de que sintiéndose altezas podían superar sus tristezas. Recordaba, que ese señor le pedía que se quedara en la silla y que no se acercara a la baranda de la galería porque toda la belleza se escaparía, y él no podría venir nunca más. Y entonces ella se aferraba a la silla por horas entre las esperas y sus visitas con sus exquisitas charlas. Le decía que la silla mecedora color oro era su trono desde donde aprendería a disfrutar de las simples cosas observando la gente pasar o simplemente contemplando la lluvia caer. Cada vez que venía, le repetía que esa silla era su lugar desde donde aprendería a valorarse, aprendiendo a desear sin esperar y a encontrar sin buscar y, así, aprendería a dominar la vida. Le insistía en agradecer al Creador la dicha de cada día y la hablaba de la esperanza de un mundo mejor en la fe de la eternidad.
Sus hermanos la interrumpieron con su silencio observándola absorta en sus pensamientos y percibieron la profundidad de su tristeza. Entonces, como para disimular, Elisa se puso de pie y los invitó a buscar la silla mecedora color oro. Recorrieron toda la casa, cada rincón, todos los pasillos, todas las habitaciones, hasta que la encontraron en un armario de la cocina donde su madre la guardaba cuando se iban de vacaciones. Se la reconocía como la silla mecedora en un color oro pálido por el paso de los años, destartalada, con el mimbre del respaldo deshilachado y le faltaban algunos pedazos del apoya brazos. Pero, al verla, Elisa no pudo contener las lágrimas y la abrazó como si hubiera recuperado a un ser querido después de haberse perdido. Comenzó a sollozar porque recordó los días en que se quedó esperando largas horas la visita del señor de la barba blanca. Pudo volver a sentir la angustia presintiendo que ya no lo vería más, entonces se sentó en la silla y, meciéndose como lo hacía antes, revivió la desolación por el paso de los días sin volverlo a ver.
Sus hermanos se quedaron contemplando la escena respetuosamente y en silencio, como si entendieran el motivo de su tristeza. Hasta que el hermano menor rompió ese momento de duelo y le confesó que cuando ella tanto lo esperaba, él supo de la muerte repentina del señor de la barba blanca que la visitaba. Todos sabían de sus visitas y de sus conversaciones y habían decidido mantener el secreto. Entonces, desde que el señor de la barba blanca comenzó a visitarla, decidieron cederle por completo la silla mecedora cuidando a su hermana e intentando mantener la silla siempre en buen estado. Le contaron que prefirieron no decirle la verdad ni en ese momento ni en todos años que siguieron para no romper el encanto de ese recuerdo tan preciado. Acurrucada en la silla, Elisa los escuchaba con asombro y los miraba con rabia y espanto, pero, luego, apreció cuanto la habían acompañado y, en un abrazo, les agradeció su complicidad y cuidado.
Sus hermanos se retiraron, y allí, Elisa se quedó sola abrazada a su silla mecedora color oro recordando al señor de la barba banca, sintiéndose alteza para superar la tristeza. Se quedó en el trono disfrutando de las cosas simples desde donde aprendió a valorarse, aprendió a desear sin esperar y a encontrar sin buscar y, así, aprendió a dominar la vida. Agradeció al Creador por haber puesto en su camino a ese hombre de barba blanca que podría haber sido su abuelo o un ángel del cielo que le enseñó la esperanza de un mundo mejor. Entonces, lo pudo extrañar, logró llorar su muerte y, en su silla mecedora color oro, consiguió terminar el duelo.
Susana Martinez Abbo

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